Leyenda de la princesa Urani Leyenda de la princesa Urani

19:14:24 / 13/12/2010

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URANI, en Purhépecha, es flor abierta, y éste era el nombre de una agraciadísima jovencita, orgullo de su raza y embeleso del príncipe Tzintzún, hijo del último monarca michoacano, el rey Zihuauga.
También Urani era princesa, como que descendía del rey Tzitzipandácuri; pero desde la llegada de los conquistadores y la caída del imperio habíase refugiado, al igual que el elegido de su alma, en el señorío de Uruapan. Allí se habían conocido y ahora se amaban con todas las fuerzas de su apasionado corazón.
Pero había que contemplar de cerca a la princesa Urani; el color de su piel era moreno claro, sus ojos negros como los capulines de la sierra; su cabellera larga y atada a dos trenzas sujetas con listoncillos rojos, como los frutos del madroño, como el fino pico de la paloma.
Su guanengo era más blanco que la flor del cazahuatl; vestía falda azul plegada a la cintura con ancha f aja carmesí y se envolvía en un robozo negro con franjas azul celeste.
A nadie extrañará, pues, que Tzintzún estuviese locamente enamorado de ella y que se pasasen las horas platicando.
Gustaba frecuentar la Rodilla del Diablo y recorrer las márgenes del río donde indefectiblemente él interrogaba a las flores más hermosas deshojándolas: “¿me quiere?”, “¿no me quiere?”… Si la flor decía al final al final que no era amado, el príncipe se ponía muy triste; pero si contestaba al fin que era amado, la estrechaba contra su corazón.
Una mañana Urani empezó casi a las luces del alba a preparar una jícara para enseguida pintarla ella misma con las más hermosas flores de ésta prodiga tierra. La noche anterior ella y su amor Tzintzún habían ido a hablar con Fray Juan de San Miguel para suplicarle que los casase ante Dios y el fraile habíales prometido su mejor bendición y les había sugerido que de la ladera llevasen nardos y lirios silvestres para adornar el altar; que la juventud toda de Uruapan acompañada del órgano y de instrumentos musicales entonarían armoniosos motetes; que las hojas de pino adornarían desde el frontón de la iglesia hasta el presbiterio y el huinumo serviría de alfombra a tan gentil pareja de enamorados. Y también les sugirió Fray Juan que los anillos y las arras, símbolos de amor y fidelidad entre desposados, bueno sería que los presentasen para su bendición en una bellísima jícara pintada con todo el arte y primor de aquella tierra.
Esta era la razón por lo cual Urani preparaba con toda la misteriosa técnica la batea en que se presentarían los anillos y las arras en el día de su boda.
En un principio, quiso pintar a ella misma y a su amado con una bella flor abierta, Urani, y un colibrí, porque esto significaba Tzintzún. Y lo dibujaría tal como era, esbelto, tostado por el sol, arrogante y valiente con el arco en la mano y el cacaj a su espalda. En el pecho llevaría la piel del último tigrillo que había matado, y de sus hombros colgaría un manto de esmaltadas y plumas.
Todo esto pensaba Urani, cuando maqueaba la jícara. Días después, cuando ya estaba seca la batea, Urani pensó ya no poner el símbolo de la flor Urani, y del colibrí, esto era muy claro, había ideado cosa mejor, en la jícara pintaría la historia de sus amores por medio del simbolismo de las flores. Y manos a la obra: empezó por dibujar a la orilla de la jícara una vistosa guirnalda de florecillas menudas y de mariposas y, al hacerlo, volcaba ahí todas sus facultades artísticas y todo el cariño de su corazón. Terminado este bello marco, quedaba el fondo oscuro de la jícara en espera de la labor creativa de la artista y Urani prosiguió: empezó por pintar el cempazúchitl, éste contestaba indefectiblemente que él, Tzintzún, era amado por ella. ¡Qué felicidad!.
Urani prosiguió su labor artística y por esta vez pintó una ramita de tejocote con sus blancas flores y, al hacerlo, sonreía porque recordaba en aquel instante que ella había azotado los labios de su adorado el día que inmoderadamente había querido besarla en la mejilla. Y aconteció que la espina del tejocote rasguñó al enamorado joven y enardecido por ella y en venganza, la besó en los labios…
Hay que pintar ahora unas campánulas moradas, son el símbolo de la tristeza que cobijó mi corazón cuando Tzintzún fue a la capital de nuestro caído imperio a acompañar a su hermano porque estaba enfermo. ¡Qué amarga es la ausencia para los que se aman de verdad!.
Vino el momento crítico en aquella obra de arte. Resistíase Urani, pero tuvo que estampar en la jícara unos espinosísimos cardos. No había remedio. El color lila era el mismo de los celajes queal atardecer van indicando la puesta del sol. Así en la historia de su noviazgo, cuando vino a Uruapan Urintzio, primo de Urani, habíalo esta atendido cordialmente. Él era el señor de Yótatiro y Tzintziro y poco faltó para que acabase el noviazgo por los furiosos celos que se inflamó el apasionado Tzintzún.
La noticia de la boda de Urani y Tzintzún voló como reguero de pólvora y al llegar a oídos de Urintzio hasta Yótatiro éste quiso raptar violentamente a Urani y arrebatarla de los brazos de Tzintzún. Llegó pues Urintzio a Uruapan y se ocultaba a la luz del día y a los ojos de la gente y tan sólo por la noche rondaba la casa de su prima buscando el momento oportuno para atraparla.
Por su parte Tzintzún, tan pronto como supo la presencia de su rival y las intenciones que abrigaba, trataba de localizarlo para desafiarlo a un duelo a muerte. Urani, se atrevía a salir de su casa y lloraba lágrimas amargas.
Al enterarse de todo esto, Fray Juan aconsejó a los jóvenes que acelerasen su matrimonio y desechasen todo sentimiento de odio y de enemistad.
Se negaba Tzintzún a aceptar esta solución porque lo único que deseaba era acabar con Urintzio y cerciorarse después larga y detenidamente de la conducta de su amada.
¡Ah! Pero lo más triste de todo es que los celosos rabiosos de Tzintzún amenazaban acabar aquel amor tierno e inocente. Ya Tzintzún no iba a ver a su adorada Urani, ya no preguntaba a las margaritas si era amada por ella, ya no le enviaba las orquídeas como antaño, al son de las guitarras de Paracho, cuando el lucero de la mañana asomaba entre los pinares. Todo, todo había terminado… ¡Nunca el huracán había azotado tan despiadadamente a una rosa encarnada!
A mayor abundamiento llegó a oídos de Urani que Tzintzún hacía frecuentes visitas a Pátzcuaro y que ya se rumoraba entre sus amigos que cortejaba a la bella Tzitziqui, hija del cacique de ese lugar. Por los ojos negros de Urani destilaban amargas y abundantísimas lágrimas. Ya no seguía pintando la artística jícara en la que iba a llevar los anillos y arras de su boda. Después de haber dibujado las mariposas que simbolizaban a ella y su amado, faltábale tan solo la guirnalda que los enmarcaba y que iba a ser roja como la pitalla, encendida como una llama de amor.
Mas todo aquello tan dulce y tan bello, era ya tan lejano y nunca tendría realización. La jícara descansaba en el fondo de un baúl heredado de sus ancestros, con incrustaciones de plata y jade que tenía dibujado un negro dragón; Urani creía que su felicidad la había tragado aquel monstruo horripilante.
Pero un día de los primeros de otoño, Uruapan festejaba con alborozo la fiesta de su santo patrono San Francisco y Urani tuvo que ir a bailar las canacuas.
Cuando con todas las guarecitas fue a ofrendarle flores y frutos a Fray Juan, le preguntó éste por su prometido y ella tuvo que confesarle toda la verdad y su congoja amarga.
Intervino el sacerdote en el espinoso asunto y días después Urani y Tzintzún, todavía muy receloso, visitaba al humilde fraile. En su presencia presentó Urani la jícara primorosamente pintada por ella para la ceremonia de su boda y fue explicando una a una las flores y los dibujos. Dijo que estaba inconclusa porque había terminado el amor que Tzintzún le profesaba.
Y cuando esto decía, una lágrima de fuego escapó de sus lindos ojos y cayó sobre la jícara, y ¡Oh, portento del verdadero afecto!, con aquel llanto quedó concluida la guirnalda que aún faltaba en la jícara y, como por obra de magia, empezó a exhibir flores rojas como el bermellón, encendidas como una llama de amor. (De “Tirindicua”, José Zavala Paz).