Narración de un Rosario entre los P´urhépecha

A bordo de la carretera en una pequeña casa sufriente por las inclemencias del viento y por la paupérrima materia de la cual se ha construido, asisto a lo que será por primera y última vez el octavo d
11:43 AM 23/01/2013


Por Edgar Alvarez Herrera
18 de febrero de 2006, Angahuan, Michoacán

A bordo de la carretera en una pequeña casa sufriente por las inclemencias del viento y por la paupérrima materia de la cual se ha construido, asisto a lo que será por primera y última vez el octavo dia del rosario de un p´urhépecha, aquel señor que aseguraba poder predecir los temblores, aquel que afirmaba haber saludado a Dios y haber recibido mensajes para la humanidad, cuyos relatos esbozó en un pequeño libro, Don Chema ya no esta aquí, solo quedan sus recuerdos. Aún recuerdo la última vez que visitamos a mi amigo indígena, su padre todavía vivía, recuerdo que paso por el frente del cuarto de mi amigo, en un momento que comentábamos sobre la locura de un vecino, Su padre nunca volteo, no pude ver aquel probable brillo cansado de sus ojos, quizás esa fue su forma de despedirse, Don Chema, cuyo carácter apacible tranquilizaba hasta la ira mas despiadada, cruzó, aun recuerdo sus pasos pesados, su pesadumbre ante la incapacidad de mencionar a sus coterráneos sobre sus conocimientos. Hoy cuando me afirmaba a mi mismo ir a entrevistarlo, se que he perdido un amigo, una ultima charla, ya no podré rescatar sus ultimas palabras, me ganó pues, se fue antes de tiempo, según yo, este día iba con el propósito de charlar con él de sus experiencias delirantes como las llamaba yo, ya jamás sabré en realidad que era aquello que él profesaba.
Al entrar a la casa, el humo de copal inundaba la estancia, las personas me comentaba mi amigo apenas empezaban a entrar, me sentía tanto atraído como nervioso por lo que habría de experimentar, me sentía jubiloso de saber que era bien recibido en un hogar p´urhépecha cuyos juicios externos tienden a decir que son cerrados y/o herméticos, las personas no me miraban como yo lo esperaba; con desconfianza, con reserva; al contrario, una señora preguntó algo en su propio idioma a mi amigo indígena, poco después mi amigo me preguntaba si no deseaba un vaso con agua, claro que la acepte, las personas entraban saludando de igual forma a todos, por momentos me sentía parte de ellos y quizá ellos parte de mi, cuando volteé nuevamente a la puerta note que entraba una hermana de mi amigo, quien, a la postre, me enteré, había vivido desde pequeña en Uruapan, razón por la cual no hablaba p´urhépecha, ella nos saludo, esto era casi increíble para mi puesto que todas las personas de la comunidad hablan p´urhépecha y español, aun cuando [e]migran. Después de la impresión, sentía como el incienso atolondraba los sentidos, al menos los míos, las flores frescas como la mañana yacían al lado izquierdo del retrato de Don Chema, dicho retrato permanecía sobre una mesita de madera de pino, algunas otras flores estaban debajo de la mesita, en una suerte podium, al frente de esté cuatro velas en su parte superior encendidas cual si mantuvieran vivo el dolor de la esposa, unas cinco velas más creando una barrera atizante de fuego al frente del altar. El resto de las flores permanecía a lo largo del frente de la mesa, por detrás de las velas prendidas. Sobre la mesita yacían, al centro interno, el retrato de Don Chema, un Cristo de madera un poco más a la izquierda, Santo Santiago, el patrono de la comunidad, estaba a la izquierda ocupando casi el total del ancho de la mesita, una imagen de Papa Juan Pablo yacía al lado derecho de la misma mesita, había asimismo un mástil exento a la mesita en lo que seria el ábside de tal representación con una imagen en estampa también del Santo Patrono, hacia la derecha una imagen de la Virgen Maria. Había pues, flores de buganvilia color vino deslavado, hermoso cempasúchil amarillo un poco más claro de lo normal, azucenas blancas, otras flores rojas, naranja, amarillas, ¡vaya!, como recuerdo esos hermosos blancos alcatraces.
Al comenzar el rosario colocaron tres petates de tule, marcadores rituales sin duda, que curiosamente representaba una clase de madero tipo cruz, dos estaban colocados al centro viendo hacia el frente del altar que le habían preparado a Don Chema, uno mas estaba colocado atrás al centro de ambos, la rezandera portaba dos libros rosaricos, uno blanco y otro rojo. Me di cuenta de que la rezandera comenzaría a rezar cuando la vi descender de un banco en el cual se encontraban algunas personas más, se postró sobre uno de los petates del frente, acomodo su rebozo azul, antes de mencionar el persigno, y comenzó con un padre nuestro.

Los asistentes sumaban a los sumo treinta y cinco personas, lo seguro es que si eran trece niños los cuales logre contar, los cuales se distribuían entre recién nacidos y los doce años, algo me parecía extraño, no obstante, no sabia en realidad porqué. Las personas platicaban cual día normal no como un día de luto, al menos para mi, era como si el miedo, la angustia o el sufrimiento se instaurara en la vida más no en la muerte, me daba la impresión de percibir tranquilidad; unas mujeres al fondo de la casa dentro del mismo recinto escogían algo, a escasos dos metros de donde rezaban, se escuchaba el sonido de aquello que simulaban ser pequeñísimas canicas, después me di cuenta de que escogían fríjol. Raro, pero cierto, le pregunte a mi amigo p´urhépecha, ¿por qué están escogiendo el fríjol?, él contestó con tanta firmeza y seguridad que cimbro mi postura como asistente, ¡Es que a veces trae piedritas!, yo imaginaba que la respuesta seria menos cotidiana, eso era una verdadera labor cotidiana aun ante la presencia de la muerte, bajo el mismo techo, espacio o interior donde se rezaba.
Súbitamente, observe que desde la calle llegaban algunas cazuelas, enseguida, durante el séptimo misterio, colocaron un plato de comida como ofrenda para el difunto, el humo del calor que despedía era aromático, ahh parecía ser mole con arroz, mmm rico -me dije a mi mismo-, ¡vaya comida la del difunto! me afirmaba mientras cantaba y rezaba al compás de la sonora rezandera, luego entonces, un vaso de agua; minutos después algunos siete tascalitos, cual replica en pequeño de aquellos colgados en las paredes de capote, eran arrojados al piso charandoso, poseían pensaba yo ¡tortillas¡, sin embargo, me preguntaba como seria posible comer en pleno rosario, para dicho momento no lo sabia, pero, era una tradición servir la comida durante el rosario, claro que sin comer sino hasta después de haber terminado el mismo, pues aun faltaba un misterio. Tenia razón era un delicioso mole con arroz con unas tortillas hechas a mano muy calientitas, me sentí como un verdadero invitado al recibir de la mano de una mujer indígena el primer plato de comida, después otorgarían un refresco de cola. Recuerdo con alegría a un hombre que estando detrás de la rezandera dormía apaciblemente; como si Don Chema hubiese preparado el ambiente cálido y seguro donde descansar, como invitándonos a descansar donde seguramente yace, como asegurándonos que lo que siempre dijo fuera verdad, ya bien por que su vida estuvo dedicada con devoción a la fe que lo distinguió; cuando la joven llevaba la comida de este indígena lo empujó, al despertar parecía adormilado, volteó a vernos a todos, se apenó un poco, y sonriéndonos a todos los que lo habíamos presenciado tomo su plato de comida.
La muerte se parecía a aquello citado en el Códice Florentino [lib. VI, trad. de Miguel León Portilla] rescatada en un libro de Paul Westheim el cual versa “aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde...es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidiana sopla y se desliza sobre nosotros...no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad.”1 ¿Es, pues, la muerte un descanso?. Recuerdo vividamente como la voz de la rezandera parecía reflejar más su personalidad que su dolor, cuando en cierto momento emanó el nombre del difunto de la boca de la rezandera, la esposa, madre de mi amigo p´urhépecha, se tapo el rostro, no logre percatarme pero podría asegurar que lloraba, que su rostro se desencajaba, ¡Al fin y al cabo también sienten la dura pérdida!, algunas lagrimas salían de algunas ancianas, pero, a causa del humo del copal, una mujer p´urhépecha se levanto de su lugar, dirigiéndose al altar tomo en sus manos los carbones del copal soplándolos para atizar y avivar esas llamas que morían poco a poco, el color rojo encendido que desprendían los trozos semejaban el corazón doloso y henchido de la madre de mi amigo. Luego note algo que me impresiono, ¡nadie vestía de luto!, bueno solo yo, ¿Qué es pues el luto para los P´urhépecha?, lo único que nos recordaba la muerte era esa voz apagada, lúgubre de la rezandera junto a su sequito de discípulas, cada una de las cuales rezaba y cantaba, los hombres por el contrario solo rezaban, los asistentes repartidos en sillas de plástico, en bancas, todavía recuerdo en una banca a una linda niña como de dieciséis años cuya falda roja resaltaba cual sangre que brota de las venas, sus pies desnudos con sandalias, portaba un reboso, como todas las mujeres, azul opaco que parecía anunciar el ocaso, la próxima caída de la noche.
Un rato antes de partir, habiendo terminado el rosario y habiendo ya comido ese riquísimo mole, me decía una hermana de la mama de mi amigo que me agradecía por haberlos acompañado, ella me hablo de la costumbre de llevar flores o comida entre familiares, la señora me decía que ella también venia de la ciudad de donde yo provenía, me preguntaba si me quedaría en el pueblo o si regresaría a mi hogar, le conteste que tenia que regresar. Luego, mi amigo platicaba con euforia de la cultura p´urhépecha, la suya, la que ama tanto y de la cual se siente tan orgulloso, decía que muchas personas temían hablar español con las personas puesto que para decir algo tenían que dar un gran rodeo, aun si era algo simple, pero que no tenían vergüenza por no poder platicar sino que es “por la respuesta”, ya alguien me había dicho que “por eso nos escondemos de hablar”, mi amigo me comentaba que tenia un nuevo trabajo en la radio, al hablar de música me sorprendió que comentara que ahora la música que pega en las comunidades es el Rock P´urhépecha, pero que este no le gustaba mucho porque no es como la pirecua que transmite gran parte de su personalidad como comunidad, hablamos de tantas cosas, y de repente nos quedamos callados...poco después, escuché con voz dificultosa la voz de mi amigo, porque ya estaba por irme, me dijo ¡gracias por venir!, de verdad que su voz me rompió el alma, traspaso mis entrañas, cuanto no seria su dolor, él que siempre mantenía una postura imponente, cuya fuerza interna le prohibía externar emociones, nunca lo había hecho, siempre pensaba que mi amigo era inconmovible hasta en los abrazos, pero la alegría que le embargaba en su tristeza era mas robusta. Me dije, mi amigo Chema es un gran Amigo, es un hombre con una calidez tan distinta.
Sus tíos ofrecieron llevarme a Uruapan, durante el recorrido me hablaron del trabajo, de los caminos peligrosos, de las flores, y se mostraron magníficos cuando me llevaron hasta la puerta de mi casa.


*Texto elaborado por el Psic. Edgar Alvarez Herrera sobre lo que es un día de Rosario entre los purépecha, originalmente fue publicado hace algunos años en “Tabula Raza”. Rompe con muchos esquemas sobre la muerte entre los purépecha. Como el hecho de que no viven el duelo de la misma manera que nosotros. Está basado en la realidad.

1 Westheim, Paul. La calavera. Lecturas Mexicanas. México. 1985. pp 12

Nota: El texto “Caltzontzin: la nostalgia del tiempo de niñez”, es de este autor y fue publicado en este medio electrónico.


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